Síntesis de la obra
“Nuestro Pan”
I
Humeaba la choza. Estaba envuelta en humo azul. El perro
bostezaba tendido junto al poyo. La leña de eucalipto crepitaba y perfumaba al
quemarse, y no era solamente el humo, sino la tenue neblina. Y abajo el valle,
hondo, parchado de colores. José Aucapiña contemplaba el hogar, levantando
sobre el piso. La olla no era ya de color rojizo. Estaba negra y mantecosa. Y
negro todo el interior de la choza. Se rascaba cruzando la mano por todo su pecho
para alcanzar el castillaje. Alborotosa, la gallina corría por todos lados. El valle
era hondo, infinito hacia abajo. Sin embargo, era menester bajar más para
llegar a la costa lejana. Y allá, entre la selva apretujada, más cerrada aun
que las yunguillas, el calor dizque era una cosa densa que apretaba hasta hacer
polvo los pulmones. Habrían culebras, animales sin pies, arrastrados pero cuya
mordedura mataba tan rápido como un rayo. Abandonaría esta tierra. Esta choza
cobijada en la gran alforza de este cerro cuya cabeza sabia generalmente
curiosear las entrañas de las nubes. Restregaba entre sus manos polvo de esta
tierra. Apretaba lo compenetrándolo en sus poros. Dejaría a ala rosa vieja. Habítale
hablado Saquisay. Pálido, recién llegado. Vestido de pantalón y saco. Con
corbata de tres colores. Enzapatado, con calzado blanco de lona y suela de
caucho. –Ajujuy! Vieras nomas. Pagan buena plata los monos. ¡Allá así que se
puede guardar! Y el Guayas grandazo. No hay río como ese. Y más. Las noches
ventosas de octubre. Con frio casi serrano. Cundidas de luz y gente. Las calles
anchotas como el río, con agua de gente. Como en la repunta de las mareas,
remolinos y corrientes encontradas. Y bulla. Eso era para hacer plata, gastar y
guardar! ¡Ajujuy! Mas, dejar todo esto. Los cerros medio rojos, medio verdes,
medio amarillos limitados de nubes y eucaliptos. Estas casas escalonadas. Estos
embudos de paja. Aquí dentro el poncho, la cebada, la beta. La vieja que rezongaba.
¿Qué es, pues? Aquí también hay plata. Nunca hemos ido y no
nos hemos muerto de abre. Junto a la yunta te habiz criado… ¿Qué vas a buscar allá,
pues? ¡Acerté mono tísico! Incontenible, la voz monótona, alternaba el
castellano con el quichua. José Aucapiña no movía la cara. Sus ojos bovinos
parecían no mirar, no ver. La cabeza inclinada como la de los bueyes bajo el
peso de yugo. Las manos caídas sobre las piernas, también un poco cundido de
neblina. Gimotiaba la vieja sentada, con una pierna recogida, doblada hasta
tener la rodilla cerca del seno guindan te y escuálido, hilaba lana.- como si
esta tierra no fuera de cosechar. ¿Qué es, pues, lo que buscáis en la ciudad?
Animales malos. Pobre runa. ¿a quién conocéis allá? ¿Dónde vais a llegar? ¿con
que plata vais a comer? El camino polvoso y torcido en ladera declinante hacia
el camino de hierro, pasaba cercano a la casa. Trajinado de indios embutidos en
largos ponchos, inclinados, rojos, grises, verdes, bajo el peso de los fardos,
con la cabeza agachada, a su trote rítmico, invariables, incansables, venían de
largas distancias con rutas hacia los pueblos cercanos. Abriéndose humildes del
campo para ceder campo a los caballeros, que de ponchos, zamarros y espuelas,
pasaban levantando trombas de polvo. Y el trote de los indios y el camino y la
oferta contada de ganar dinero y mucho dinero lo atraían a pesar de la vieja
rosa y del ambiente de la choza en que habían vivido desde que nacieran y del
solo horizonte recorrido por la nubes y eucaliptos que viera en toda su vida.
II
Apretadas como si estuviesen encogidas de frio, las casitas
del pueblo gris hacían ronda a la estación y a las líneas férreas, desde mucho
antes de la llegada estaban algunas vendedoras con los huevos duros acomodados
en bateas grandes, habían matado el chancho la tarde de la víspera y ahora se
apresuraban aliñándolo. La fritada esparcía sus olores rumoroso por las calles
sucias y torcidas. En los poyos de piedra, grandes y yurros se molía
apresuradamente el maíz para la masa de las empanadas, seguido de un perro
flaco cansado de beber agua de acequia, Andrés Quishpe deambulaba por la calle.
Unos chico barrigones se hurgaban las narices parados y quietos junto a lasa
puerta grandes de los corrales. Manchados en la cara de mocos y tierra, tan
quietos, no se moverían por nada. Bajaba desde la cordillera aire helado, cortante
como la hoja de acero. Transitaba por la calle del pueblo levantado polvareda
de arena, llevándose hojas secas que raspaban sobre las piedras sacadas del rio
para evitar el lodo. Quishpe miraba todo. Ya no olvidaría jamás la facha del
pueblo, era negro, calles, casas, horizonte del humo, ponchos rojos ennegrecidos,
y techo de tejas ahumadas, caminaba por las calles con su hato a la espalda,
lentamente, un yaraví tocado en pingullo era como su alma. ¿De qué tierra venia
esa música de pena, como un llanto? La llevaría consigo para siempre. Y no solo
sabía, pero estaba con el como la sangre –oyes Quishpe andan enganchando gente
para la costa, el Romualdo Acosta ha venido anteayer nomas y en la casa de la
chola Teresa parado en la puerta:
-Tres cincuenta con comida, cuatro sin comida. Si tienes
amigos traer asíos.
-Pero allá da el paludismo.
-No seas pendejo, runa. Buena plata te has de meter, poco
tiempo de trabajo y ya tienes artote…
-Es que aún tengo deuda con el patrón Olguín…
-Yo te embarco en el tren sin que nadie te vea…
-Avisaran al político…
-No hay como te cojan…
Y se quedó de pronto quieto como un eucalipto sin viento
sobre la ladera cercana había aparecido el convoy, largo, rematado en la cabeza
por la maquina bufan te, empenachada de humo, pitando, estridente alarido
repetido y alagado en los ecos de los cerros, revoloteaban los gritos y las
gente que ofrecían sus ventas. Corrían las vendedoras con sus gritos
despavoridos, lo muchachos metiéndose entre los cargadores presurosos. Acosta
lo empujaban hacia la escalerilla de vagón que carga para que trepara al techo,
los pies de otro que iba delante suyo, los cabezazos y manotones del apurado
que los seguía, agrupados en el techo ardiéndoles los ojos por el humo de la
locomotora, teniéndose con las manos fuertemente de unas barandas para no caer
con los vaivenes silenciosos, asombrados ante el paisaje vertiginoso que huía, ensordecidos
por el rugir de la máquina. Un viento fuerte gritaba y golpeaba sobre sus caras
abriendo grietas finísimas sobre sus labios, lo ayudaba la arena del comino. ¿Y
el pueblo?
III
El alarido del chico, hipando inconteniblemente, rechazando
la teta hilada en lila; el traqueteo del carro; el polvo adentrándose por la
única puerta se-mi abierta y deteniéndose a dar vueltas por todo el coche
haciendo una nube densa que se acotaba silenciosamente sobre todas las cosas,
fastidiaban. La noche que era compacta fuera del carro, se hacía un bloque
inviolable en su interior, hacía mucho tiempo que había visto a manera de
relámpago el último destello rojo cristalino del sol empinado forzadamente tras
las cabezas de los cerros. Y hacía mucho tiempo que el frio había desaparecido.
En su lugar entraban vaharadas de color.
Era la costa.
Se imaginaban que el tren horadaba un túnel de gelatina caída.
A pesar de la velocidad entraba muchedumbre de animales pequeños. Los mosquitos
atacaban con sus puyas, dejaba escozor en la piel y sentían las ronchas
grandes, levantadas en los brazos, en la cara. El chico berreaba
inconteniblemente, venían desde la tarde metidos, eran seis de familia y otros más.
Los centros de las mujeres aumentaban el calor. Abigarrados, llenos de calor en
sus vestidos, sudaban, se hinchaban por el calor, amontonados juntamente con la
carga, temerosos de que los bultos cayeran el rato menos pensado. Había un olor
insoportable a excremento humano el mosquerío había invadido el
departamento.-Hay un rico de Guayaquil que necesita harta gente, que está
pagando buen diario.
-¡Mas que! No tenemos plata para el viaje.
-El da todo.
-¿Así nomas?
-Claro que después descuenta.
-¿Y la mujer y los guaguas?
-También podía llevarlos.
La Rosario Saquizalema había contado que ella fue con su
marido. La costa era tan rica que daba trabajo para todos. Sabiendo hacer
chicha y tortillas, las mujeres no eran carga pesada por que ayudaban a los
maridos a hacer plata.
Ella había ido en una soga que hicieron para hacienda de
cacao. Pedro Yununcay pasaba horas y horas mirando ese huasipungo en que
trabajaba.
-Muerto patrón Gutiérrez, los hijos que viven en parís
quieren vender.
-¿Mas que sean a los aparceros?
-Aun siendo.
Van por la noche clara de la luna, sentado a la puerta de la
choza, miraba la parcela. La Nati se movía adentro en sueño intranquilo un
perro distante ladraba con el hocico alzado hacia las nubes. Oía los
movimientos del guagua despierto. Chocleaban las gallinas. Y enverdecida la
luna, la siembra de cebada se mováis, inclinada en la ladera amarillaba
verdosa, susurrando, mientras el viento le pasaba la mono sobre el lomo como a
perro. Olor de fogón y de mujer dormida salía de la choza. ¿Si pudiera comprar
la tierra?
-yo me fui nomas con el difunto que Dios tenga en su gracia. Allá
la plata corre parece rio aquí, ¿Cuándo? Irase nomas con mujer y todo, ella
ayuda, pera el sábado hace chicha, empanadas, fritanga… el sembrío de cebada
ondulaba, meciéndose como los pollones de las cholas. Se hundía zalamero como
lomo de perro guardián saludando al dueño, por eso venía con mujer, hijo y
todo, nada más que el llanto de la criatura ya fatigada y el monótono resonar
de las ruedas turbaba el silencio pesado que les obligaba a dejar laxas las
caras agotadas, el cansancio y estropeo del viaje les había adolorido el
cuerpo, pero ya ni siquiera buscaban la manera de acomodarlo para que descanse.
Un sueño que hinchaba los parpados los hundía ausentándolos del viaje y de sí
mismo. En la sabana nivelado el tren corría velozmente, los carros se
balanceaban a manera de balandras y la noche desnia a los costados del convoy,
densa, negra, espesa de mosquitos, calurosa.
IV
Al detenerse, desde el vagón de segunda, pudieron ver un
pueblo de luz mortecina casitas elevadas sobre pilares largos y flacos hechos
de caña de carrizos tapada con pajas desvejecidas. Las voces de los montubios resultaban
curiosas con su hablar desleído y cantado, parecían que las palabras se
quedasen a medio decir y que alguna cosa impidiese pronunciar totalmente la
letra. Las caras que se juntaban a los vidrios de las ventanillas eran pálidas
de calor aceitunado, ojos brillantes y de mirar duro, labios duros y al reír
desdentados; las bocas eran como ventanas de rejas, aparecían mal encarados con
los mechones zambos o labios caídos sobre la faz ¿los montubios? ¿los negros? María
de Jesús Nacipucha, arrebujada en su pañolón haciéndole fiero al calor, tapada
hasta la mitad de la cara, comenzó a tener miedo, venia sola. En Guayaquil la
esperaba una tía, le tenía conseguido puesto para que trabajara en una fonda de
moza, los montubios y los negros con las gentes que hicieron la guerra de
Alfaro. Solían llegar a los pueblos serranos montados en caballos arrebatados
en las haciendas comarcadas, a galope tendido entraban disparando al aire con
revólveres. Masones y sacrílegos, hambreado de hembras.
-Venga hijita para que sepa lo que es un muchacho.
-¿Dormimos en la iglesia esta noche?
-¿Dónde esconden al curita para dejarlo de padrastro?
O eran maleros, machetiadores y ladrones de ganado, gentes
que mataban porque si, tan asustaba estaba que se fue arrimando al que viajaba
a su lado. Se encontró con la risa ingenua y curiosa de Pedro Camacho, que
vestía de saco y pantalón. ¿Les tienes miedo? Bulliciosos nomas son.
-¿A venido usted ya antes?
-Puuu… como seis veces, casi me he hecho mono…
La tranquilizaba su manera de ser, sus labios enrojecidos y
grueso la risa amplia y el modo delicado y gentil.
-¿Dónde va a llegar?
-Me espera una tía.
Al reemprender su marcha el convoy conversaban como antiguos
conocidos, Camacho hacia valedera su experiencia. Al principio no se
acostumbraba, el calor es mortificante, en especial desde las diez de la mañana
hasta las cuatro de la tarde, pero luego hacia viento. Claro, que también, en
ocasiones tibio y agua no quitaba la sed, caliente y espesa, se hinchaba los
pies y las manos, y se ríen del calor, que se arrebataba hasta el rojo intenso,
y del modo de hablar, pero pocos eran los que molestaban con lo de serranos, si
vinieran toda la gente del pueblo eran serranos…
V
Abajo, la hondonada profunda, los arrieros fustigaban las muías,
que aunque acostumbradas, estaban realmente temerosas de lanzarse al chaquiñán,
que a tirabusonado igual que un serpentín de alambique, se metía cierra abajo,
camino de la costa. El jefe de los arrieros maldiciendo a las vestías se
persigno con el rebenque recogido, y rezo aquella escalera peligrosísima hacia
esguinces al borde del precipicio, se arremangaron hasta cerca de las rodillas
los pantalones y comenzaron la bajada a pie. Tanteaban el piso lodos, antes habían
asegurado bien los hatos sobre las espaldas, eran diez, venían, del sur,
siempre para las cosechas necesitaban gente en la costa. Los montubios son
alzados y estaban viajando a las ciudades, necesitarían hombres, y ellos venían,
mientras descendían, comenzaban a encontrar la costa, los contos de los pajaritos.
Habían caminado ya diez días informados por los arrieros reacios a conversar.
-¿Sera fácil hallar trabajo?
-Umju! Fregada es la cosa…
Mientras bajaban ascendía a ellos el olor de otra tierra
y de otras plantas.
Cuidado, no se acerquen a ese plano por que las hojas
destilan una leche que quema.
Alguna vez creyeron verse entre la tupida hojarasca rastrero deslizarse
de ofidios. El viento se había quedado arriba en las montañas que ahora se
recortaban sobre filo blanco de las nubes lechosas.
-¿Con cuanto diario se puede vivir en la costa?
-Eso depende… según la vida que quieran darse…
Y bajaban. El piso era cada vez menos pedregoso, la muías se arqueaban
en prodigioso equilibrio rodaban con las cuatro pata juntas y las robo entra
las piernas. Los arrieros no caían.
-¿No será difícil de encontrar trabajo en seguida?
-Ahora están bajando en el tren por cuenta de los mismos
gamonales… Zancudos empezaban a llegar en la solana restallante.
Había arboleadas tupidas de grandes hojas pendientes hasta el
suelo, al comenzar la noche se distraían, con el vuelo de los cucuyos. Inusitado
era mirar las luces volantes tan dispersas y tan numerosas. Pero el temor de
las alimañas.
-¿No hay peligro de tigres?
-Esos andan en las montañas. Raramente salen a los camino…
-¿Y las culebras?
-Nosotros no somos criaderos… El apretujamiento de las gentes
en este vapor siempre estrecho para el pasaje los gritos de los cargadores y
que los estibadores, lo empujones, el cansancio, el calor, los atontaba. Quedaron
arrinconados entre sus bultos al iniciar el balance de la nave se intranquilizaron.
Alcanzaron a ver el mar movedizo y luminoso como si anduviera candelillas en él
y después el sueño.
VI
Chatos, rojos agotados por el calor subían uno a uno. Las caras
mantecosas, las caras de fiebre.
-¡Los longos son antipáticos!
-No tanto. ¿Pobres longos? Jadeaban aplanados, acosaban.
-El calor los mata.
-A nosotros nos achate el frio.
Sus parpados se contarían. Eran longos los que mataban
negros. Los vio también sudorosos, junto a un fusil. Eran esos ojos quietos, ondas,
como ojos de muertos, como boca de fusil, ráfagas de olorosas de mangle, bejuqueaban.
Y el Rauto ancho, bajaba callado, Bronsineo ahuecándose a cada cueva en embudo
enorme se veía el viento más acá del solo sobre los arboles temblados como la evaporación.
Ya va cayendo la tarde juntamente con el sol, así se me van cayendo
las alas del corazón han pasado los últimos longos fueron mujeres con maridos,
mujeres a las que les temblaba la cadera maciza bajo el follón Jaramillo las
vio con la misma Cora con la que veía todas las cosas y sin embargo ahora vio
que ya se había ido, se le metía por los ojos los recuerdos de un pecho rojizo,
fuerte, duro, cimbreante, distinto de la piel elástico de las chola de junto al
mar.
-Much longo,
¿no don Jaramillo?
-Es que son más baratos que nosotros.
-Y el costeño siempre tira a bravo.
-¡Pero cuando se levantan las indiadas!
Pio no cree, los logos son cobardes y traicioneros.
-No es cierto, Pio, usted, porque los morenos no los quieren.
-Ustedes guayacos…
Y la sonrisa incisiva del negro lo corta bruscamente. El vuelo
de puñetazo de los murciélagos rompe el lila de la noche iniciada.
VII
El José Aucapina dizque se vino en canoa.
-Así pues, fue, casi mismo me da vómito y otras cosas viera
nomas lo que es estar horas y horas en eso estrechito donde no se puede estirar
las piernas si al meterse las encogió, viera nomas.
-Ni que fuera tan fiero. Ele ve los montubios como viene con
familias y con trastos. José Aucapina estaba sentado sobre la tierra dura. Oía cantar
las muchachas costeñas tras las paredes de caña ya sin verdura, calor de hueso,
atendía el grito de los pañeteadores. ¿Cómo era que esos muchachos andaban aun
de pie en canoas tan pequeñitas cuyos bordes rozaban el agua? Las montañas, se
allegaban permitentemente los acres olores de árbol en celo de tierra
fecundada, hojas rajadas humedecían el tronco y el polvo aspergeando su hedentina
cáustica de los barrancos hacen día el picante olor de los mariscos.
José Aucapina, a la hora del sopor serraba los ojos y
ensoñaba, a la hora vertical de un día sábado cola ante la oficina de la
hacienda, escucharía la voz monótona y dura del pagador.
-Gorgue Pincay…
-Aquí.
-Seis días, diecinueve sucres; cuenta de comida en la tienda,
doce, abono a la cuenta de tres, recibe cinco sucres…Manuel Balladares mozo.
-Aquí.
Y luego el grito con su nombre descontando nada más que lo de
la comida en la casa grande, guardaría las monedas, porque cambiaria todo lo
que fuese billetes que son propensos a hacerse polvo a hacerse devorado por los
animales.
Guárdatelas en una bolsa de fuerte ayeta tejida por la rosa
vieja. Y comenzarían a amontonarse. ¿Qué importaban las charras y los
mosquitos? Crecerían las monedas, plateadas, brillantes; como esta agua
caliente y pudridora.
Salpicaderas no de ardiente para abrir para abrir charras, si
de llaves para los caminos, pero los pedregosos caminos cerremos, polvosos y
torcidos, trepadores de laderas, trajinado de indios como un camino el primero
que considera, alejado de su casa y de su vieja, acercador de la fortuna. Tres días
de trabajo nueve monedas de a sucre; nueve relucientes y sonoras engarfiado al
desmonte a pesar de que el paludismo empezaron a tenerlo en la costa.
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